La diferencia fundamental entre un inversor y un jugador de
Bolsa está en la forma de pensar. Mientras que el primero considera a la Bolsa
como una institución financiera en toda regla en la que los beneficios se
obtienen tras mucho tiempo de formación y de toma de decisiones correctas; el
segundo, la considera, más o menos, como un casino donde las ganancias vienen
por la vía de la suerte y de la intuición, siendo, cualquiera de ellas, malas
consejeras. Estas diferencias de pensamiento son las que harán que el ahorrador
llegue al éxito o al fracaso económico.
La aureola que rodea al inversor tiene que estar siempre
plagada de positivismo, independientemente de la evolución que tenga el Mercado.
Esto se consigue porque el riesgo debe de estar bajo control para así poder
mejorar la cifra del patrimonio que se dedica a los negocios bursátiles. La
situación es modificable en cualquier momento; por eso, se debe de asumir que
la responsabilidad sea siempre del que expone su patrimonio y no del entorno.
El jugador, por el contrario, siempre les echará la culpa a terceros sin darse
cuenta de que los beneficios vendrán por la calidad del trabajo: no se trata de
comprar un determinado valor y dejarlo ahí para que otro lo gestione y recibir
los beneficios sin esfuerzo. El horizonte de visión debe de llegar más allá de
la obtención simple de beneficios, se trata de aumentar el patrimonio no de
mejorar el salario.
El hasta dónde queremos llegar tiene que estar en simbiosis
con la voluntad de querer. Es imposible conseguir un patrimonio financiero sin
la convicción de que somos capaces de poder lograrlo. Posteriormente, no
servirá la voluntad de gestión para salir del paso, del día a día, se trata de
gestionar el patrimonio conseguido para que aumente y se mantenga en el tiempo.
El patrimonio será para el inversor su arma de trabajo que nunca y nadie debe
despojársela.