En 1982, los
criminólogos estadounidenses James Q. Wilson y George L. Kelling formularon la
conocida teoría de las ventanas rotas. Su planteamiento era
sencillo, pero profundamente revelador: cuando en un entorno urbano aparece una
ventana rota y no se repara, se envía un mensaje implícito de abandono y
permisividad. Esa señal, aparentemente inocua, genera un efecto dominó. Pronto
se acumula la basura, aparecen los grafitis, se multiplican los actos
vandálicos y, con el tiempo, el deterioro físico deriva en deterioro social. En
resumen, la falta de cuidado ante las pequeñas infracciones abre la puerta a
males mayores.
Esa misma
lógica puede aplicarse al mundo de las finanzas personales y colectivas. Las
“ventanas rotas” también existen en los presupuestos domésticos, en los
mercados bursátiles, en las políticas públicas y hasta en la gestión
empresarial. Son esas pequeñas grietas en la disciplina económica que, por
falta de atención o tolerancia hacia el desorden, terminan descomponiendo el
conjunto. Y, como en los barrios abandonados, una vez que el desorden se
instala, revertirlo resulta mucho más costoso que haber prevenido su aparición.
Pequeñas
grietas en la economía personal
En el ámbito
individual, la primera “ventana rota” suele ser la falta de control. No por
grandes errores, sino por descuidos cotidianos: llámese gasto impulsivo, suscripción
olvidada o una tarjeta de crédito usada sin un propósito claro. Son pequeñas
fisuras que transmiten el mensaje silencioso de “no pasa nada”. Sin embargo, lo
que no pasa hoy termina pasando mañana. La falta de orden económico se contagia
y la permisividad ante los pequeños desajustes abre paso al descontrol
financiero.