El Estado y las Administraciones públicas se financian a
través de los tributos: esas prestaciones dinerarias que los ciudadanos están
obligados a pagar por ley. Los impuestos, enmarcados dentro de éstos, son la
base de la recaudación pudiéndolos clasificar en directos (los que
gravan la riqueza en sí misma, por ejemplo, el IRPF) e indirectos (los
que gravan la utilización de la riqueza, por ejemplo, el IVA).
El Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA), que data del 1 de
enero de 1986 cuando España entró a formar parte de la Comunidad Económica
Europea (CEE), es un impuesto, regulado por la Ley 37/1992, cuyo propósito es
gravar el consumo, considerado como una manifestación indirecta del poder
adquisitivo del contribuyente, y que sea el consumidor final el que lo abone.
Por esta razón se llama “sobre el Valor Añadido”. Es decir, recae sobre las
ventas, gravando el consumo de bienes o servicios finales efectuados por
empresarios y profesionales.
El consumidor, a diferencia de otros impuestos, no liquida
el IVA directamente con el Estado, son las empresas que prestan servicios o
venden productos las que lo liquidan, de una manera periódica, con Hacienda.
Estos autónomos o empresas son los que lo repercuten sobre el consumidor y se
lo deducen ellos cuando compran productos o reciben servicios necesarios para
el desarrollo de su actividad, suponiéndoles un carácter neutro para sus
cuentas.