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El crédito al
consumo no es, en esencia, un enemigo. En determinadas circunstancias puede ser
útil: por ejemplo, para afrontar una reparación urgente, adquirir un bien
necesario que no admite dilación o incluso financiar un proyecto que
incrementará el valor productivo de la unidad familiar. El problema aparece
cuando se convierte en una práctica habitual, cuando sustituye al ahorro o
cuando se emplea para mantener un nivel de vida que no se puede sostener con
ingresos reales. En ese contexto, el crédito deja de ser una herramienta y se
transforma en una trampa.
El
espejismo del acceso fácil al dinero
En las
últimas décadas, la industria financiera ha simplificado el proceso de
concesión de préstamos personales hasta convertirlo en algo casi trivial. En
muchos casos, basta con unos pocos clics, una nómina y una firma digital. Esta
facilidad de acceso, combinada con campañas de marketing agresivas, ha
normalizado el endeudamiento como si se tratara de una extensión natural del
salario. El consumidor, bombardeado por mensajes que apelan al deseo, al
bienestar inmediato y al poder adquisitivo ficticio, cae con frecuencia en la
ilusión de que puede permitirse lo que aún no ha ganado.
Esta
percepción distorsionada del dinero disponible genera una disonancia cognitiva
entre el nivel de vida real y el aspiracional. El resultado es un modelo de
consumo basado en la deuda, no en el ingreso, que alimenta un círculo vicioso:
cuanto más se consume a crédito, más difícil es ahorrar; cuanto menos se
ahorra, más se depende del crédito. En poco tiempo, el hogar medio comienza a
destinar una parte creciente de sus ingresos a pagar deudas, limitando su
capacidad de maniobra y reduciendo su resiliencia ante cualquier imprevisto.
El coste
financiero real: intereses, comisiones y letra pequeña
Uno de los
principales perjuicios del crédito al consumo es el elevado coste financiero
que implica. A diferencia de otros tipos de financiación más estructurada, como
las hipotecas o los préstamos de inversión, el crédito personal para consumo
suele tener tipos de interés notablemente altos. Las TAE que superan el 15% son
habituales, especialmente en préstamos rápidos, créditos online, tarjetas
revolving o líneas de financiación asociadas a comercios. A esto se suman
comisiones de apertura, seguros vinculados y gastos de gestión que encarecen
aún más la operación.
Lo que parece
una pequeña cuota mensual termina representando una carga financiera
desproporcionada. Un préstamo de 3.000 euros a devolver en tres años puede
acabar costando más de 4.000 si se incluyen intereses y comisiones. Este
sobrecoste no siempre es percibido por el prestatario, que se fija más en la
cuota que en el capital total a devolver. El sistema de amortización francés,
que es el más habitual en estos préstamos, favorece que en las primeras cuotas
se paguen sobre todo intereses, no capital. Así, el préstamo avanza lentamente
y el endeudamiento efectivo permanece alto durante buena parte del periodo.
La pérdida
de capacidad de ahorro y de inversión
El crédito al
consumo erosiona el ahorro, tanto por sustitución como por desplazamiento. En
primer lugar, porque muchos hogares dejan de ahorrar al financiar sus compras a
plazos. Si antes era habitual reservar una parte del ingreso mensual para
acumular capital con el que hacer frente a futuras necesidades, ahora se
prefiere disfrutar del bien inmediatamente y pagarlo después. El ahorro pierde
prioridad frente al consumo presente. En segundo lugar, porque las cuotas
mensuales de los préstamos consumen una porción creciente del presupuesto,
dejando menos espacio para ahorrar o invertir.
Esta dinámica
tiene consecuencias graves en el medio y largo plazo. Una familia que
sistemáticamente financia sus compras con crédito se encuentra con menos margen
para formar un colchón de emergencia, para invertir en su futuro o para
aprovechar oportunidades. La dependencia del crédito le vuelve más vulnerable a
las crisis económicas, al desempleo, a los cambios de ciclo o a cualquier
evento inesperado que comprometa su estabilidad. La ausencia de ahorro también
limita su capacidad de movilidad social, de mejorar su vivienda, de emprender o
de acceder a una jubilación tranquila.
El riesgo
psicológico y social del endeudamiento
Más allá de
los números, la deuda tiene efectos psicológicos y sociales que suelen estar
infraestimados. La presión de pagar cuotas mensuales constantes, especialmente
cuando se acumulan varios préstamos, genera ansiedad, tensión emocional y
conflictos familiares. El estrés financiero es una de las principales causas de
malestar en el hogar, y puede desembocar en decisiones impulsivas, deterioro de
la salud mental, pérdida de autoestima o rupturas de pareja.
El crédito bien usado puede mejorar la vida. Mal gestionado, la encadena.
Además, el
endeudamiento perpetúa una cultura de dependencia y resignación. Se instala la
idea de que es “normal” estar endeudado, de que “todo el mundo lo está” y de
que no se puede vivir sin financiarse. Esta mentalidad debilita la autonomía
financiera y refuerza una relación pasiva con el dinero, donde el ingreso se ve
como algo que apenas sirve para pagar deudas en lugar de ser un instrumento de
progreso y libertad. La deuda no sólo condiciona lo que se puede comprar, sino
también lo que se puede decidir, elegir o proyectar.
La
exclusión financiera y el sobreendeudamiento
Una de las
consecuencias más perversas del crédito al consumo es el sobreendeudamiento.
Aunque el sistema financiero dispone de herramientas para evaluar la solvencia
de los prestatarios, la realidad demuestra que muchas personas acceden a
múltiples líneas de crédito sin una visión global de su endeudamiento. El
resultado es que miles de hogares se encuentran atrapados en una situación
donde dedican más del 40% de sus ingresos al servicio de la deuda, superando el
umbral de sostenibilidad financiera.
Esta
situación conduce con frecuencia a impagos, morosidad y exclusión financiera.
Una vez que una persona entra en una lista de morosos o tiene un historial
crediticio deteriorado, se le cierran las puertas a productos financieros
básicos, desde una cuenta corriente con condiciones razonables hasta la
posibilidad de alquilar una vivienda. La deuda no pagada se convierte en un
estigma que condiciona la vida laboral, familiar y social. En algunos casos
extremos, se recurre a mecanismos de refinanciación o reunificación de deudas
que sólo postergan el problema, multiplicando el coste final del endeudamiento.
Un modelo
de crecimiento insostenible
El recurso
masivo al crédito al consumo no sólo perjudica a los hogares, sino que genera
una economía desequilibrada. Un modelo basado en el gasto a crédito impulsa
artificialmente la demanda, pero al precio de comprometer el ingreso futuro. Se
adelanta el consumo de mañana para alimentar el crecimiento de hoy. Esta
lógica, si se prolonga, conduce a ciclos de expansión y contracción cada vez
más inestables, donde el endeudamiento acumulado actúa como freno estructural
al desarrollo.
Por otro
lado, la generalización del crédito como solución a problemas de renta encubre
las debilidades estructurales del sistema laboral y del modelo productivo. En
lugar de mejorar los salarios, garantizar estabilidad o reducir la desigualdad,
se ofrece acceso a préstamos. Así, el crédito al consumo se convierte en un
parche que maquilla las deficiencias del poder adquisitivo real, posponiendo
reformas necesarias y alimentando una economía artificialmente inflada.
Alternativas
sensatas: educación financiera y cultura del ahorro
Frente a este
panorama, la solución no pasa por eliminar el crédito, sino por utilizarlo con
criterio. La clave está en reforzar la educación financiera desde edades
tempranas, fomentar una cultura del ahorro y promover hábitos de consumo
responsables. La financiación debe ser la excepción, no la norma. Y cuando se
utilice, ha de ser con plena conciencia de su coste, sus implicaciones y sus
límites.
El ahorro
previo, aunque más lento, garantiza autonomía. Permite elegir con libertad,
negociar mejor y evitar ataduras. Además, fomenta el autocontrol, el sentido de
la proporción y la planificación a largo plazo. Enseñar a ahorrar —aunque sea
poco—, a esperar, a diferenciar deseos de necesidades, es una de las mejores
políticas públicas que se pueden aplicar para proteger a los hogares frente a
la trampa del crédito fácil.
El crédito
bien usado puede mejorar la vida. Mal gestionado, la encadena.
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