En este mundo, si algo hay paradójico es el dinero: no tiene
valor por sí mismo, pero es el bien más codiciado; no tiene fuerza, pero es
capaz de mover el mundo; la salud es lo más importante, pero se cambiaría un
proceso gripal por una buena cuenta corriente; el dinero no te da la felicidad,
pero te deja a un paso de ella… Qué razón tenía Quevedo cuando escribía “Y pues es quien hace iguales / al rico y al
pordiosero, / poderoso Caballero es don Dinero”. No importa si se tiene por
su origen o por pedir limosna. Al fin y al cabo, el tener dinero es como la
muerte: a todo el mundo iguala. Ya en la Edad Media, el Arcipreste de Hita
escribió en su miscelánico “Libro del Buen Amor”: “El dinero es alcalde y juez muy alabado, / es muy buen consejero y
sutil abogado, / alguacil y merino, enérgico, esforzado; / de todos los oficios
es gran apoderado”.
Hablar de dinero es pensar en monedas y billetes, pero no
siempre ha sido así. Es más, hoy tampoco es así. En las economías de
subsistencia se intercambiaban bienes o servicios mediante el trueque y ese era
su medio de pago. Comprador y vendedor tenían que ponerse de acuerdo y estar
interesados en los bienes que ofrecía cada parte. El trueque no era más que
ofrecer lo que se tiene de sobra para recibir lo que a otro también le sobra.
Lógicamente, tenía que existir la necesidad de aquello que en exceso poseía uno
y al otro le hacía falta. La humanidad siempre ha hecho lo posible por cubrir
sus necesidades. El intercambio entre dos productos era muy sencillo, pero se
complicaba mucho cuando el número de bienes y servicios comenzó a ser bastante
amplio.