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En los orígenes, el dinero estaba respaldado por un patrón de oro, es decir, una pieza de oro, con un peso estándar y conocido previamente que equivalía a una cantidad fija de dinero. Así, tenía que existir tanta reserva de oro como dinero en circulación. Y aquí el primer problema: si un Estado quería poner en circulación más dinero, tenía que adquirir más oro por lo que las políticas monetarias se complicaban mucho cada vez que surgía un problema económico inesperado. En los años 70, EE.UU. impuso un nuevo sistema al salirse del “patrón oro” llamado “curso legal” y que hoy en día es aceptado universalmente. De esta forma llegamos a lo que se denomina “moneda de curso legal” que no es otra cosa que la forma de pago que un Estado o conjunto de Estados han declarado válida como medio legal de pago y de cancelación de deudas.
El dinero en efectivo va cambiando su valor con el tiempo. ¿Por qué? Por la inflación, por la devaluación, por el riesgo… Teniendo clara esta premisa, se puede definir una de las teorías más importantes de las finanzas: mientras que el precio del dinero permanece constante, su valor fluctúa con el paso del tiempo. Siguiendo con el razonamiento, al hacer una inversión hoy, deberá aumentar su valor a futuro y por lo tanto su precio. Es decir, el dinero, para no perder poder adquisitivo, deberá generar una renta superior a la inflación a modo de semilla que se siembre, se reproduzca y dé fruto. Si se quiere obtener beneficio con él, se le prestará a alguien, ese alguien lo utilizará para lo que sea menester: llámese negocio, compra de pasivo o activo, planes de depósito, fondos de inversión o un largo etcétera, todos ellos basados en el concepto de la variación del dinero en un futuro. La inversión lleva siempre aparejado un riesgo que es directamente proporcional al beneficio que se desea obtener porque el riesgo es la incertidumbre que envuelve al futuro.