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La divulgación del dato de la inflación es una información
que preocupa al ciudadano, y en mayor medida al ahorrador, ya que con la misma
cantidad de dinero se pueden comprar menos bienes y servicios que en un periodo
anterior.
Da la sensación de que la inflación es un tema de
preocupación reciente, sin embargo, no es así, es un concepto que ya está
asociado a la economía desde hace mucho tiempo.
El IPC y la inflación, aunque están estrechamente
relacionados, no son lo mismo. Ambos son indicadores de precios y en ocasiones
se escucha que la inflación ha subido o bajado en función de los datos del IPC,
pero esto no siempre es así. La principal diferencia entre ambos radica en que
el IPC es un índice que está basado en la evolución de una cesta de consumo con
unos productos en concreto. En cambio, la inflación indica la subida
generalizada de los precios de una economía y se utiliza en la contabilidad
nacional de un país.
Según el INE, en los últimos 30 años el IPC ha subido un
108%. Esto quiere decir que, a largo plazo, una mala gestión del ahorro puede
llevar a que el esfuerzo para conseguirlo haya sido en vano. De ahí le viene el
nombre de “ladrona invisible”.
La inflación se despertó con las políticas monetarias que
llevaron a cabo los gobiernos de los Bancos Centrales para reanimar la economía
en la época de la pandemia. Los expertos consideran que la inflación debe de
mantenerse en unos niveles muy cercanos al 2% para que tenga una influencia
positiva en la economía de un país. A partir de ese nivel saltan las alarmas y
los Bancos Centrales ponen en marcha su maquinaria para atajar un problema que,
sin quererlo, fue en parte provocado por ellos.
Con el fin de las restricciones de la pandemia, el dinero
acumulado se puso en movimiento, aumentando el gasto de los consumidores. Pero
no sólo por eso puede aumentar la inflación, también lo hace cuando se emite
más moneda para incrementar la base monetaria, cuando se aumenta el coste de
producción o cuando los productores suben los precios deliberadamente.
Los valores altos de inflación no son nuevos. Todos sabemos
que nos empobrece día a día y que el problema de la inflación no es cómo se
comportará, sino cómo hay que actuar para poder combatirla. El filósofo Henry Hazlitt
la definiría así: “como ocurre con cualquier otro impuesto, la inflación
perturba todo cálculo económico e influye poderosamente en nuestra conducta
privada”. El economista y estadista Milton Friedman decía que “la
inflación es un impuesto sin legislación”. Quizás, la que mejor definió a la
inflación fue la política y estadista Margaret Thatcher cuando dijo que “la
inflación es la madre del paro y la ladrona invisible del ahorro”.
En un escenario inflacionista, el dinero ahorrado pierde
poder adquisitivo por lo que requiere cada vez más dinero para adquirir un
mismo bien o servicio.
La inflación es un dato estadístico generalizado, pero a
cada uno nos afecta de una forma diferente. Thatcher también dijo que “la
inflación era el impuesto de los pobres” y tenía razón: los que tienen un
ahorro considerable y una pequeña base de conocimientos financieros saben que
el aumento del precio del dinero para aplanar la escalada de la inflación
favorece a los inversores, tanto a los conservadores como a los más agresivos.
Como decía antes, la inflación afecta de lleno al ahorro,
pero solamente a aquél que está parado. Si, por el contrario, ese ahorro se
invierte, aunque sólo sea en activos defensivos, servirá para obtener un
beneficio y compensar la pérdida de poder adquisitivo. Esto significa que las
personas con menor poder adquisitivo y que además dejan sus ahorros debajo de
las baldosas de la cocina serán siempre las más afectadas por la subida de la
inflación. Al deteriorarse el poder adquisitivo y aumentar los precios “los
pobres”, que decía Thatcher, se empobrecerán aún más.
Cuando los tipos de interés aumentan, lo hacen también los
préstamos frenando el exceso de endeudamiento y de gasto. Esto implica que los
consumidores compran menos haciendo que desciendan los precios de los bienes y servicios,
controlando así el poder adquisitivo. Pero también es cuando el ahorrador puede
poner en movimiento el dinero ahorrado para beneficiarse de las subidas del
precio del dinero y obtener rentabilidades.
No es difícil protegerse ante la inflación: el mundo de la
inversión ofrece la oportunidad de evitar la pérdida del valor del dinero
ahorrado, pero si éste se mantiene en efectivo, en cuentas corrientes o en
depósitos sin remunerar perderá valor de una manera directamente proporcional
al incremento de la inflación.
El dato de inflación tiene su propia interpretación:
partiendo de la base de que tiene un carácter acumulativo, el que el dato de
inflación sea menor que el del mes pasado o del año anterior no significa que
haya descendido, significa que sigue al alza, pero a un ritmo inferior.
La inflación no siempre es mala, es más, es un mal necesario.
Si no existiese un mínimo de inflación la economía entraría en un fenómeno
económico llamado deflación (caída de precios, por eso se relaciona con el paso
previo a una recesión), que es peor que la inflación.
Por lo anterior, los Bancos Centrales están en lo cierto: la
batalla contra la inflación aún no está ganada. La preocupación viene de la
mano del mercado laboral porque existe la posibilidad de que la inflación
salarial no sea consistente con el objetivo del 2% de la inflación general.
Ahorrar es dejar de consumir hoy para hacerlo en el futuro. Pero como los precios suelen subir con el paso del tiempo, salvo que se invierta a un interés superior a la inflación, se estará perdiendo poder adquisitivo. Por lo tanto, la inflación merma la renta disponible erosionando los ahorros acumulados si éstos no generan beneficios. En resumen: la rentabilidad mínima que se espera de cualquier inversión es batir a la inflación en el plazo en que se desee recuperar el dinero invertido.
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