El Impuesto
sobre el Patrimonio (IP), recayendo sobre las personas físicas, es un tributo
individual, directo y general que grava el valor neto de la propiedad o la
posesión de patrimonio y, además, es complementario del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). El IP, aunque es un impuesto regulado y
establecido por el Estado, está transferido plenamente a las Comunidades
Autónomas. Nació con carácter transitorio y suprimiéndose en algún periodo,
actualmente se ha implantado con carácter permanente y con ocho tramos que
oscilan entre el 0,2% y el 2,5%, aunque su cuantía variará en función del
territorio donde se presente, es más, algunas autonomías superan la horquilla
mencionada. También, dependiendo de qué Comunidad Autónoma, existe un mínimo de
patrimonio exento.
El Impuesto
sobre el Patrimonio se devenga el día 31 de diciembre de cada año y afecta al
patrimonio individual del sujeto pasivo a esa fecha, con independencia del
lugar donde estén situados los bienes. Las personas fallecidas en cualquier día
diferente a ese no tienen obligación de declarar el impuesto. Es obligatorio
presentarlo electrónicamente a través de “Servicio Tramitación de Declaración
de Patrimonio”. Al ser un impuesto individual no existe la posibilidad de
tributación conjunta, por eso es preciso separar los criterios de atribución e
imputación de los elementos patrimoniales asociados al declarante.
Tras la
decisión de Francia de eliminar este impuesto, solo Suiza, Noruega y España
mantienen en su legislación tributaria el IP. Además, en España, tampoco existe
en todas la Comunidades Autónomas, tal es el caso de la Comunidad de Madrid
donde está bonificado al 100%. Sobre el IP la OCDE se ha manifestado diciendo
que con este impuesto los “comportamientos de evasión y elusión fiscal” han
sido generalizados en todos los países que lo han aplicado. La experiencia ha
demostrado, con creces, la dificultad de gravar la riqueza de forma recurrente.
Los expertos siempre han estado en contra de este impuesto, alegando que lo
único que se consigue es que los grandes patrimonios se vayan de los países que
gravan el patrimonio. Algo no ha tenido que ir bien para que los países hayan
ido abandonando este gravamen que, por otro lado, generaba escasa recaudación.
La prosperidad proviene del ahorro, no del gasto
La opinión
generalizada de los expertos es que este impuesto no fomenta el ahorro y
penaliza la inversión y el crecimiento económico, generando una doble
imposición debido a que el patrimonio de un individuo ya pagó impuestos al
generarse. Además, consideran que este impuesto genera pérdidas absolutas de
competitividad y cambios de domicilio fiscal: Madrid es un buen ejemplo de ello
al atraer contribuyentes de otras autonomías donde sí se grava con todas las
consecuencias. Al operar desde Madrid, por ejemplo, se tendrán mejores opciones
para competir que aquellos que abonan este tributo, catalogado como “injusto”,
porque el impuesto lo único que hace es mermar el patrimonio de los
contribuyentes, llegando a ser confiscatorio.
En España, las autonomías que lo mantienen lo hacen por dos razones: porque es una forma de no perder su recaudación y porque gravar la riqueza está bien visto desde algunos ángulos políticos. Los impuestos no son justos ni injustos y no deben de ideologizarse, lo que se debe de analizar es su impacto en la economía y si en otros países se ha suprimido es porque no es eficiente ni competitivo, pasando a considerarse como un impuesto del siglo pasado. La OCDE confirma, una vez más, el fracaso que supone la imposición del IP. En España, por ejemplo, únicamente supone el 0,5% de la recaudación total, lo que da a entender que es posible que perjudique más que beneficie.
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