Adam Smith (1723-1790) fue profesor, filósofo, pensador, escritor y economista. Considerado como uno de los representantes de la Ilustración Escocesa, ha pasado a la posteridad como uno de los mayores contribuyentes a la ciencia económica. Aquí, tengo que matizar que Smith no fue únicamente economista, pese a su gran contribución a la materia, porque, en su tiempo, la economía no era una disciplina independiente.
En su faceta como escritor publicó en 1776 su obra cumbre: “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” o más conocida como “La riqueza de las naciones”. Por este libro se le conoce a Smith como el padre de la economía moderna, el fundador de la ciencia económica y el que desarrolló la economía política desde el liberalismo económico. El éxito de la obra no tardó en llegar. Tanto fue así que su primera edición se agotó en seis meses. Actualmente, estoy seguro de que cualquier persona que se considere culta tiene un ejemplar del que habrá sacado buen provecho.
“La riqueza de las naciones”, el primer libro moderno de economía, no trata únicamente de economía y ahí, quizás, radica su grandeza. Da lecciones de moral, de historia, de derecho, de psicología, de política, de economía política y todas esas lecciones interactúan entre sí formando una única disciplina.
Algunos autores relacionan este libro con otro suyo, “Teoría de los sentimientos morales”, que, a su vez, debería estar asociado a otro que no pudo acabar y que hizo quemar a su muerte. Los tres formarían una trilogía basada en la noción del interés personal.
El tema principal de la obra que nos ocupa es que el bienestar social viene provocado por el crecimiento económico, potenciado ese crecimiento con la libre competencia y, como no, con el trabajo. La libre competencia sería el paraíso de la economía, donde las leyes que rigen los mercados se encargarían, por sí solas, de purgar los excesos del sistema de forma automática.
Un mercado libre fomenta el sistema económico siendo capaz de favorecer al propio individuo. No olvidemos que en un mercado de intercambio ambas partes salen beneficiadas. El que vende porque es su deseo deshacerse de esa propiedad y el que compra porque la adquiere a cambio de dinero u otro bien a modo de permuta. Lo vemos muy claro hoy: nuestras necesidades se colman con un intercambio o con una operación de compra-venta.
Las personas dependemos de la sociedad para conseguir aquello que necesitamos, por lo tanto, es necesario tener un medio de cambio regulado: la moneda. Con la moneda, el individuo podrá conseguir lo que necesite acudiendo al mercado. Ahí aparece la noción de valor. El valor puede ser de utilidad o de cambio (precio). Llegado a ese punto, le aparece la paradoja que no resuelve: el valor de utilidad raramente se corresponde con el de cambio. Se centra en el segundo y sale del paso con el argumento de que el trabajo es la medida efectiva del precio, pero sin tener en cuenta la demanda y el marginalismo. En una economía inicial y primitiva, se puede pensar que el trabajo empleado es el único elemento que determina el valor de cambio o precio de un producto. Hoy sabemos que, en una economía avanzada, como la actual, la formación de los precios es mucho más compleja que todo eso.
La capacidad productiva que posee una persona en el trabajo sería el salario que se percibe como compensación al esfuerzo realizado. Por lo tanto, a los productores se remunerarán en función de su éxito, apareciendo así el mercado competitivo, pudiendo llegar a obtener un beneficio superior en función de la producción de los bienes demandados por la sociedad. La definición que hace de salario mínimo es muy actual y no tiene desperdicio: “es el salario de subsistencia que permite al asalariado mantener a duras penas a su familia”.
La teoría smithiana no favorece a ninguna clase social, pero se entusiasma por los pobres y por los consumidores. Les inculca que el ahorro genera riqueza, digamos que en la época actual se considera un activo. Por el contrario, el pasivo, es el que malgasta el capital.
Al ser el creador del liberalismo económico creo que la moraleja está muy clara: el Estado, si mete la mano donde no debe, causa desigualdad en la sociedad al restringir la competencia, oponiéndose al libre trabajo y capital y al usar la deuda pública como instrumento de financiación.
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