Imaginemos por un instante un experimento radical: un reinicio completo del sistema económico, repartir la riqueza y esperar que nada cambie. Se reparten todos los bienes y recursos de la tierra de forma perfectamente equitativa. Cada persona, sin importar su país, su apellido, su historia o su nivel educativo, recibe la misma cantidad de dinero, tierras, propiedades y activos. Comienza una nueva etapa de igualdad absoluta en términos materiales. Sin embargo, y según sostienen numerosos economistas conductuales y observadores sociales, si volviéramos años después, veríamos un paisaje sorprendentemente familiar: muchos de los que eran ricos antes volverían a serlo, y muchos de los que eran pobres regresarían a su antigua situación. ¿Por qué?
La
explicación no está en una conspiración ni en una trampa del sistema. Está, más
bien, en algo invisible pero tremendamente poderoso: la mentalidad. La
forma en que una persona se relaciona con el dinero, con el riesgo, con el
trabajo y con el futuro puede ser tan determinante como el dinero en sí. No se
trata de una “culpa” moral, sino de una serie de patrones de pensamiento y
comportamiento profundamente arraigados que influyen en cómo usamos los
recursos que tenemos.