En el imaginario colectivo, la renta fija ha sido durante décadas sinónimo de seguridad, estabilidad y previsibilidad. Quien adquiría un Bono del Estado, una Letra del Tesoro o una Obligación corporativa esperaba recibir, a cambio de su inversión, una rentabilidad predecible en forma de intereses periódicos y la devolución del capital al vencimiento. Sin embargo, esta percepción, aunque válida en determinados contextos, se desdibuja cuando se comprende que la “fijeza” de la renta fija no implica inmutabilidad en su valor ni certeza de rentabilidad en cualquier momento del tiempo. Porque la realidad es que la renta fija no es tan fija como su nombre sugiere.
¿Qué es
realmente la renta fija?
La renta fija es una categoría de
activos financieros que incluye productos como bonos, obligaciones o letras,
emitidos por gobiernos, empresas u otras entidades con el objetivo de
financiarse. A cambio, el inversor recibe pagos periódicos (cupones) y, al
vencimiento del título, la devolución del importe prestado (valor nominal).
Hasta aquí, todo parece “fijo”: la
rentabilidad se conoce de antemano (si se mantiene hasta el vencimiento) y el
capital se recupera, salvo impago. Pero la clave está en esa última condición: si
se mantiene hasta el vencimiento. Y es aquí donde entra en juego la
mecánica del mercado secundario y la influencia determinante de los tipos de
interés.














